El día lo recibe con una bofetada en la cara propinada por un insolente rayo de luz que se cuela por el breve intersticio que queda entre la cortina y el marco de la ventana. Trata de girarse para dormir un rato más, pero su movimiento se ve impedido por una causa ajena a su persona. Desconcertado, acerca las manos al rostro y abre los ojos.
– Gracias a Dios, por lo menos no amanecí convertido en un escarabajo. – exclama para sus adentros.
Descartada la absurda pero a veces ciertamente terrorífica teoría, se decide a averiguar la causa de su inercia. Retira las manos de su rostro, y entonces entiende. No sabe cómo no se le ocurrió desde un principio, siendo la respuesta tan obvia. Serán tal vez los tantos años de soledad de los que le es tan difícil desacostumbrarse. O tal vez sea el vacío que le invade cuando duerme y en sueños se aleja de la vida.
Lo cierto es que ese pequeño rayo de luz, cuya arrogancia amenaza con durar el resto del día, le permite vislumbrar tu cuerpo en la penumbra. La luz y la sombra juguetean sobre todas las curvas y pliegues de tu piel, que no está desnuda, sino más bien ataviada con un manto formado por una infinidad de delicados diamantes que poco a poco se van evaporando al calor de tu cuerpo.
Se queda así, contigo sobre su pecho, observándote. Un solo movimiento bastará para que despiertes. Incluso detiene la respiración, como pensando que el tiempo respira con él y que se detendrá con él. Sabe que no es cierto, sabe que tendrás que despertar, que te levantarás y le darás un beso en la frente, que abrirás la puerta del cuarto y se quedará solo.
Entonces voltea angustiado a ver la puerta, la misma puerta que cierra tras de sí todas las noches tal vez sólo por coquetería, porque siempre terminas por abrirla y entrar al cuarto vestida de noche y luna. Desea con todas sus fuerzas que no exista, que esa puerta desaparezca, y que no haya manera de salir de ese cuarto para que te quedes con él. Es en ese momento cuando se da cuenta de que ya está despierto, al ver que pese a todos sus esfuerzos mentales la puerta sigue ahí.
Ya bien despierto, le resulta difícil recordar desde cuando ha estado así, en ese cuarto. No recuerda haber salido en mucho tiempo, aunque sabe que lo ha hecho. Tampoco se da cuenta de cuanto tiempo ha pasado desde que decidió improvisar una cortina con cajas de cartón para que la luz no entre, trayendo consigo la realidad del exterior. Ya ha pasado mucho desde que la única luz permitida en el cuarto es la de unas cuantas velas, que le dan un aspecto rústico a la habitación, y la mantienen en un ambiente cargado de romanticismo. Además de las velas, sólo está ese rayito que le despierta cada mañana.
Ni siquiera recuerda cuánto tiempo llevas ahí en la habitación con él. Para él el pasado no existe más que cuando está pasando. Lo que pasó ayer, hace una semana, un mes, un año, un siglo; todo da igual ahora. Es sólo un fantasma dentro de su mente, la sombra nuestra que está ahí y no podemos ver cuando nos detenemos a contemplar el amanecer. Ya pasó, y ya cesó de existir. Como tú. Moriste anoche, como todas las noches, y revives de las cenizas que quedaron esparcidas sobre su cuerpo, después de consumirte, como lo haces todas las mañanas.
El futuro, en cambio, no lo niega, sólo lo ignora. Sabe que hay un futuro, pero es tan impredecible que no vale la pena perder el presente en tratar de adivinarlo. Ha aprendido a valorar sólo el presente, y el presente eres tú, tendida ahí, desnuda sobre su pecho, y no quiere que termine. Así que cierra los ojos y te abraza fuertemente, con un sentimiento que, de existir el amor, sería lo más cercano a él.
- ¿Otra vez no puedes dormir? - Le preguntas con ternura.
- No, no puedo. Pero duerme otro rato. Quiero quedarme así, contigo.
- Sabes que no puedo. Es hora de irme.
- ¿Por qué? ¿Por qué no puedes quedarte una vez, y nada más?
- Porque te amo. – Le contestas risueñamente.
- Si me amas quédate.
- Si me quedo, tú también te quedarás. – Le dices, clavando tus grandes ojos cafés en los suyos.
- Quedémonos los dos.
- No podemos, y lo sabes. Alguien me espera. Y más importante que eso, alguien te espera a ti también.
- Que se queden esperando. – contesta decidido.
- ¿Cómo llegamos a esto? – Le preguntas, con una sombra de tristeza en tu mirada.
- Creo que estuvimos en el lugar equivocado, en el momento equivocado, con la persona equivocada.
- ¿Es que no quieres a Susana?
- No me preguntes eso.
- Sí te lo pregunto. – Le dices, acosándolo. – ¿Es que no la quieres?
- Sabes que la quiero. Pero no es igual. También quiero a mi mamá, y a la tía Julia, y a mis hermanos y a mi perro. Pero contigo es distinto, a ti te amo.
- Está bien – Le dices mientras sonríes satisfecha al escuchar lo que querías, y te restriegas zalamera contra su cuerpo. - ¿Y ella te quiere?
- Ella quiere creerlo. Y a veces yo también. Pero ambos sabemos que la única razón por la que sigue conmigo es por el miedo de estar sola, y no porque me quiera. Me dolería lastimarla dejándola sola, aunque en cierto modo ya está sola y no quiere verlo.
- ¿Me amas entonces? – le preguntas, aunque conoces la respuesta.
- Como a nada en el mundo.
- Entonces quédate conmigo.
Él permanece callado por un momento. La propuesta le toma por sorpresa, como todas las mañanas. Tu voz amorosa retumba en su cabeza, y tiene que esperar a que sus ecos cesen para poder pensar. Después de reflexionarlo por algunos segundos, contesta abatido:
- No puedo, debo irme. Alguien me espera. Y a ti también.